Llámalo amor (2)

Miércoles.– Vamos conociéndonos y estimándonos. Ya no evita mi presencia, lo que es una buenísima señal, y cuando estoy a su lado da muestras de honda satisfacción. Huelga decir cuánto me agradan semejantes manifestaciones.. Yo procuro corresponder, estudiando los medios de serle útil en los pequeños menesteres de la vida, y ayudándole a ir denominando todo lo que le rodea. Ahora me he pasado dos días enseñándole el nombre de unas cuantas cosas. El pobrecillo me agradece esta obra de instrucción, porque no le ha dotado el Ser Supremo de grandes aptitudes a este propósito. Vanidoso como es, me valgo de ciertas mañas para educarle sin que se resienta su amor propio. Siempre que aparece algo a su vista algo nuevo que desconoce, le planto un nombre sin dar tiempo a mi discípulo para pensar en su ignorancia. De este modo le he salvado de muchos compromisos. ¡Loado sea Dios que me dio la maravillosa facultad de saber distinguir en materia de animales! Me basta mirar un segundo la bestia desconocida para saber qué bicho es y qué nombre debo aplicarle. No fallo jamás. La primera vez que se nos puso a tiro un avestruz, creyó que era un gato montés. Lo adiviné en sus ojos. Pero me apresuré a sacarle del compromiso diciendo con afectada sorpresa: «Si eso no es un avestruz, se le parece mucho…» Mi compañero se quedó abobado mirándome, o mejor dicho, admirándome. Al sentirme objeto de aquella admiración, corrió por todo mi cuerpo un cosquilleo de vanidad satisfecha… ¡Con qué poco se contenta una cuando está segura de haberlo merecido!

Mark Twain, Diario de Eva, recogido en Cuentos humorísticos

Llámalo amor

Martes.– Hemos estado inspeccionando nuestras propiedades. La nueva criatura las llama «Jardín del Edén». ¿Por qué?… Lo ignoro. Debe ser por mero capricho o por tontería declarada. Observo que desde que andamos juntos, jamás puedo llamar a una cosa como me plazca. La nueva criatura pone nombre a todo lo que ve, sin importarle un pito mis protestas.  Lo más gracioso es que siempre tiene la misma justificación para hacerlo: que la cosa parece lo que a ella, la nueva criatura, se le antoja llamarlo. Por ejemplo, el avestruz. Dice ella, apenas ve uno de esos animales, que parece un avestruz. El pobre animalito tendrá, pues, que quedarse con ese nombre. A mí me disgusta disputar por cosas insignificantes, y de ahí que la deje llamar las cosas como le dé la gana. ¡Avestruz!… La verdad es que se parece tanto ese bicho a un avestruz como a mí.

Mark Twain, Diario de Adán recogido en Cuentos humorísticos

Cada palabra siempre está por decir

El estereotipo es la palabra repetida fuera de toda magia, de todo entusiasmo, como si fuese natural, como si por milagro esa palabra que se repite fuese adecuada en cada momento por razones diferentes, como si imitar pudiese no ser sentido como una imitación: palabra sin vergüenza que pretende la consistencia pero ignora su propia existencia. Nietzsche ha hecho notar que la “verdad” no era más que la solidificación de antiguas metáforas. En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la “verdad”, el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva, del significado.

El placer del texto, Roland Barthes

Un buen amante

Un buen amante se conducirá con elegancia tanto en la oscuridad como en cualquier otro momento.  Se deslizará de la cama con una mirada de consternación.  Cuando la mujer le suplique: «Vete, amigo, está aclarando.  Nadie debe verte aquí», él lanzará un hondo suspiro revelador de que la noche no ha sido suficientemente larga y que abandonar a su dama lo hace sufrir.  Ya de pie, no se vestirá de inmediato, sino que acercándose a su amada le susurrará todo lo que ha quedado sin decir durante la noche.  Incluso ya vestido, se demorará ajustándose el cinturón con gestos lánguidos. Luego levantará la celosía y permanecerá con su dama de pie junto a la puerta, diciendo cuánto lamenta la llegada del día que los apartará, y huirá.  Verlo partir en ese momento será para ella uno de sus más deliciosos recuerdos.

— Sei Shōnagon, El libro de la almohada (枕草子 makura no sōshi), c. 1000.