Las fábulas que se cuentan para dar forma a la historia

La historia registra que Ishi, también conocido como el Último Yahi o Ishi de la Edad de Piedra entre Dos Mundos, fue capturado por californianos del norte en 1911 y responsablemente entregado a los antropólogos. Pasó el resto de su vida en un museo en San Francisco. (Y tú piensas que tu vida es aburrida).

Decían que Ishi era el último indio de norteamérica que no había sido alcanzado por la civilización. No sé si será así, pero está claro que era muy rural, y estaba completamente desconectado de los últimos acontecimientos. Estamos hablando de un palurdo a más no poder, al menos.

Sus guardianes rechazaron todas las ofertas por el hombre de las cavernas que llegaron de vodeviles, circos y teatros, pero no evitaron algún divertimento fácil. Un día llevaron a Ishi de excursión al parque Golden Gate. Un pionero de la aviación llamado Harry Fowler estaba intentando un vuelo de costa a costa. Puedes imaginarte a los antropólogos salivando. El Hombre Ishi contra la Máquina Voladora. ¿Qué pensaría de ese milagro, esa visión imposible, ese triunfo tecnológico? El aeroplano se alzó al cielo con estruendo y dio la vuelta sobre el parque. Los hombres de ciencia se volvieron hacia el indio, expectantes. ¿Se estremecería? ¿Temblaría? ¿Oirían su canción de muerte?

Ishi miró al avión sobre su cabeza. Habló en un tono que sus biógrafos describirían como de «ligero interés». «¿Hombre blanco allá arriba?»

Veinte años más tarde mi abuelo se convertiría en el primer comanche viajero frecuente de aviones. Robert Chaat nació con el cambio de siglo en Oklahoma, cuando todavía era territorio indio. Era nuestra hora más oscura. La Nación Comanche estaba en ruinas, destruida y derrotada. El ejército hizo un censo por aquella época y encontró que 1.171 de nosotros seguíamos vivos.

El abuelo Chaat fue uno de esos supervivientes del holocausto. Fue un luchador sin descanso por El Camino de Jesús, peleó contra la influencia del peyote y prohibió a sus hijos asistir a los powwows. También enseñó el orgullo de ser indio y celebró el culto religioso en comanche hasta finales de los años sesenta. Su generación fue prácticamente criada por el ejército, que les apaleaba por hablar en indio y les obligaba a ir al colegio desfilando como soldados. Gerónimo era una celebridad local, y mi abuelo recuerda haberle conocido antes de que el tipo muriera en 1909. Fort Sill era un lugar pequeño; supongo que todo el mundo conocía a Gerónimo.

Mi madre recuerda los viajes de su padre a Chicago y Nueva York cuando el viaje en avión era a menudo una aventura de dos días. Envió a sus hijos recuerdos de la Feria Mundial de 1939, recortes de periódicos sobre sus discursos por todo el país, fotos de sí mismo con Norman Vincent Peale.

[…]

Hemos estado usando la fotografía para nuestros propios fines tanto tiempo como hemos estado volando, lo que quiere decir desde que hay cámaras y aeroplanos. La pregunta no es si amamos la fotografía sino por qué la amamos tanto. Desde las imágenes de Curtis hasta nuestras propias diapositivas Kodachrome, nuestras fotos polaroid y nuestras cintas de vídeo doméstico, resulta obvio que somos un pueblo que adora hacer y que nos hagan fotos.

Así que no debería ser una sorpresa que todo lo que es ser un indio haya sido dado forma por la cámara.

En esta relación se nos muestra como víctimas, ingenuos, perdedores e imbéciles. Mirad, el pobre tonto posando para Edward Curtis con un tocado cheyene aunque él es un navajo. Mirad, esos patéticos indios haciendo de extras en un millar de malas películas del oeste. ¿Acaso no tienen orgullo?

No lo sé. Quizás lo enterraron. Puede que fuera divertido. Al contrario de lo que cree la mayoría de la gente (igual da si son indios o no), nuestra verdadera historia es una historia de cambio constante, innovación tecnológica, y una intensa curiosidad por el mundo. ¿Cómo si no se puede explicar nuestra adaptación instantánea a los caballos, los rifles, la harina y los cuchillos?

La cámara, sin embargo, era algo más que otra herramienta que podíamos adaptar a nuestros propios fines. La cámara ayudó a hacernos lo que somos ahora.

Mira, sólo nos convertimos en indios una vez que la lucha armada terminó en 1890. Antes sólo éramos shoshones, mohawks o crows. Durante siglos América del Norte fue un lugar complicado y peligroso lleno de alianzas cambiantes entre los Estados Unidos y las naciones indias, entre las propias naciones indias, y entre los indios y Canadá, México y media Europa.

Este tiempo feliz y confuso terminó para siempre aquella mañana de diciembre hace un siglo en Wounded Knee. Cuando dejamos de ser una amenaza militar nos convertimos en indios, todos nosotros más o menos idénticos en términos prácticos, aunque hasta ese momento, y durante miles de años antes, éramos tan diferentes unos de otros como los griegos de los suecos. Los comanches, por ejemplo, fueron conducidos como ganado a una reserva junto a los kiowas y los apaches, que no sólo hablaban lenguas diferentes sino que normalmente eran enemigos. (Odiábamos a los apaches incluso más que a los mexicanos).

La verdad es que no teníamos ni puñetera idea de lo que era ser un indio. La información no figuraba en nuestras Instrucciones Originales. Tuvimos que descubrirlo sobe la marcha.

El nuevo siglo nos llamaba. Telégrafos, teléfonos, películas; los ladrillos de la cultura de masa estaban en su sitio o estaban siendo inventados. Estos dispositivos cambarían radicalmente la vida en el planeta. Eran nuevos para nosotros, pero también eran nuevos para casi todos los demás.

En ese preciso momento, incluso mientras las flechas y las balas aún volaban, Toro Sentado se unió al Wild West Show de Búfalo Bill y se convirtió en nuestra primera estrella del pop. Como un Warhol primitivo vendía su autógrafo por unas monedas, y como Mick Jagger se dio cuenta de que la fama hacía más fácil ligar. Fue de gira por el mundo como si fuera suyo, ganó algo de dinero, y fue incluso más famoso de lo que ya era. ¿Miedo a las cámaras? Mejor habla primero con mi agente.

Fue un cambio de profesión interesante, aunque no pudo evitar la reacción histérica de los Estados Unidos a la Danza de los espíritus que acabó con su asesinato el mismo mes que la masacre de Wounded Knee.

Algunos piensan que Toro Sentado era tonto y vanidoso. Sin duda Caballo Loco lo sentía así. El guerrero legendario odiaba las cámaras y nunca permitió que le fotografiaran, aunque esto no evitó que el Servicio Postal de los Estados Unidos emitiera un sello de Caballo Loco en los años ochenta. Quizás Toro Sentado se creyera el ombligo del mundo, pero le veo como alguien ansioso por descubrir la forma de este nuevo mundo.

Para John Ford, King Vidor, Raoul Walsh y otros reyes del Hollywood temprano las guerras indias eran más o menos sucesos de actualidad. Cecil B. DeMille, que hizo más de treinta películas de indios, tenía quince años cuando Wounded Knee. Crecieron en un mundo en el que familiares y amigos habían sido, o podrían haber sido, participantes directos en las guerras con los indios.

La promesa del cine era mostrar lo que el escenario no podía, y la doma de la frontera, la conquista del Oeste, la construcción de una nación eran elecciones perfectas y obvias. Los indios y Hollywood. Crecimos juntos.

Esto nos ha jodido de verdad algunas veces, por ejemplo el postureo muy macho de algunos de nuestros líderes en los años setenta. (Si sus padres les hubieran dicho alguna vez ¡Chicos! ¡Apagad esa televisión y poneos a hacer los deberes! quizás hubiéramos ganado algún derecho de nuestros tratados).

Pero quizás es mejor ser vilipendiados y romantizados que ignorados por completo. Y las batallas del revisionismo histórico parecen perdidas de antemano, porque lo último sobre lo que son estas imágenes es sobre lo que realmente ocurrió en el pasado. Son fábulas que se cuentan para dar forma al futuro.

Toda esta basura tonta, las mascotas, los anuncios de camionetas, los sabiondos del New Age, la solía encontrar vergonzosa. Ahora pienso que es parte del mito pensar que todo eso es falso y que los viejos tiempos eran de verdad. Lo tonto y hortera de este país es lo real ahora. La apropiación de los símbolos indios que comenzó con el primer contacto con los europeos se ha completado. Hoy nada es tan americano como el Indio Americano. Nos hemos convertido en un símbolo patriótico.

Por nuestra parte, aceptamos vagamente el papel de Maestros Espirituales y Primeros Ecologistas mientras cambiamos de canal en la televisión y grabamos en vídeo nuestras bodas y ceremonias. Nos orgullecemos de las películas del oeste que nos muestran hermosos (¡Y lo somos!) y están bien hechas. Deseamos secretamente parecernos más a los indios de las películas.

En cuanto a los americanos, que conducen Pontiacs y Cherokees y viven en lugares con nombres indios, como Manhattan y Chicago y Idaho, permanecemos como una presencia medio recordada, a la vez reconfortante y peligrosa, acechando justo bajo la superficie.

Estamos irremediablemente fascinados unos con otros, entrelazados en un abrazo de amor, odio y narcisismo sin fin. Juntos estamos condenados, para siempre, a decepcionar, nunca a olvidar, incluso aunque no podamos recordar. Nuestras instantáneas y nuestros vídeos caseros crean una épica americana. Es la suerte, el destino. Y ¿por qué no? Somos el país y el país es nosotros.

(¿Qué? ¡¿Otra vez sin flash?!)

—Paul Chaat Smith, Toda fotografía cuenta una historia
en Partial Recall, editado por Lucy R. Lippard

Una mediación entre los vivos y los muertos

Crear genealogías fotográficas era la forma con la que uno se aseguraba contra las pérdidas del pasado. Eran una forma de conservar las relaciones. De niños aprendíamos quienes eran nuestros antepasados escuchando narraciones interminables frente a las fotografías.

En muchos hogares negros las fotografías — especialmente las instantáneas — eran también importantes en la creación de ‘altares’. Estos lugares conmemorativos homenajeaban a los ausentes queridos. Las instantáneas o los retratos profesionales se situaban en lugares específicos para que la relación con los muertos pudiera continuar. Describiendo agudamente este uso de la imagen en Jazz, su novela más reciente, Toni Morrison escribe:

… el rostro de una niña muerta se ha convertido en algo necesario para sus noches. Se turnan para apartar la manta, levantarse del colchón hundido y caminar de puntillas sobre el frío linóleo hacia el salón para contemplar lo que parece la única presencia viva de la casa: la fotografía de una niña seria y atrevida que mira fijamente desde la repisa de la chimenea. Si el que camina de puntillas es Joe Trace, expulsado por la soledad del lado de su esposa, entonces la cara le mira sin esperanza ni remordimiento y es la ausencia de una acusación lo que le despierta del sueño hambriento de su compañía. Ningún dedo señala. Sus labios no se entornan hacia abajo juzgando. Su cara es tranquila, generosa y dulce. Pero si la que camina de puntillas es Violet la cara no es así en absoluto. La cara de la niña parece avariciosa, altiva y muy holgazana. La cara de crema de alguien que nunca trabajará por nada, alguien que coge las cosas de los tocadores de otros, y no se avergüenza cuando es descubierta. Es la cara de una sinvergüenza que se desliza hasta tu fregadero para aclarar el tenedor que has puesto a tu lado. Una cara interior que sea lo que sea se ve a sí misma. Estás ahí, dice, porque te estoy mirando.

Cito en detalle este pasaje porque describe el tipo de relación con las imágenes fotográficas que no ha sido reconocida en las discusiones críticas sobre la relación de los negros con lo visual. Cuando leí por primera vez estas frases me recordaron la forma pasional con la que nos relacionábamos con las fotografías cuando era una niña. Al dramatizar en la ficción la forma en que una fotografía puede tener ‘presencia viva’, Morrison ofrece una descripción que refleja la forma en que muchas personas negras enraizadas en las tradiciones sureñas usaban, y usan, las imágenes. Eran, y siguen siendo, una mediación entre los vivos y los muertos.

Para crear un palimpsesto de la relación entre los negros y lo visual en la vida segregada, debemos seguir todas las huellas, no caer en la trampa de pensar que si de algo no se habla abiertamente, o si se habla de ello pero no se registra, no tiene importancia y significado. Las genealogías fotográficas que Sarah Oldham, la madre de mi madre, construía en sus paredes eran esenciales para nuestra sensación de pertenencia y nuestra identidad como familia. Nos aportaban una narración necesaria, una forma para que entremos en la historia sin palabras. Cuando aparecían las palabras lo hacían para dar vida a las fotografías. Muchas de las personas negras mayores que amaban estas fotografías eran analfabetas. Las imágenes eran documentación crucial, estaban ahí para apoyar y afirmar la memoria oral. Esto era especialmente cierto para mi abuela, que no leía ni escribía. Me centro en sus paredes porque sé que, como artista (era una excelente creadora de colchas), ponía las fotos con el mismo cuidado con el que componía sus colchas.

— bell hooks, In Our Glory: Photography and Black Life
publicado en su libro Art on My Mind, The New Press, 1995

La comunicación espiritual

Cuando era un niño estudiaba el canto de los textos del Nō. Estas lecciones, no hace falta que lo diga, no llegaron a ninguna parte, pero todavía recuerdo a mi profesor al comienzo de cada sesión sentándose en una postura perfectamente erguida y cantando con su voz resonante algún pasaje del texto. Sus jóvenes alumnos le imitaban con precisión. O, sería más exacto decir, se esforzaban desesperadamente por imitarle, pero sus torpes esfuerzos por imitar el rugido de un león jamás llegaron siquiera a alcanzar el sonido del maullar de un gato. Su postura no era muy mala — la dificultad estaba en las voces. La voz del maestro resonaba imperial y aunque sus alumnos cantaban con toda la fuerza de sus pulmones imitándole su respiración se agotaba enseguida y las últimas frases se iban apagando lastimosamente. Si, por desesperación, intentaban gritar, sus voces se rompían inmediatamente arruinando la línea melódica y acababan emitiendo algo que era un cruce entre un chillido y un aullido, figuras patéticas haciendo el ridículo.

Quizás debido a la considerable vena de vanidad con la que nací, aunque era un niño me sentía muy consciente de mí mismo y, en lugar de forzar mi voz como los otros, me concentraba exclusivamente en seguir la línea melódica con mi pequeña voz insegura, para que inmediatamente cayera sobre mí el rayo. El maestro me reñía severamente: «Deja de presumir. No estés tan cohibido. En esta etapa es mejor que no seas demasiado listo cantando. Pon toda tu voz. Canta con todas tus fuerzas.» Esos fueron sus primeros consejos.

Esos consejos probablemente no eran de su invención. El entrenamiento de principiantes, sean futuros profesionales o aficionados, parece que en su esencia ha permanecido sin cambios durante siglos. En la obra de Zeami Fūshi Kaden (La transmisión de la flor del arte), aparece el siguiente pasaje sobre el entrenamiento del actor a la edad de diecisiete o dieciocho años: «En esta etapa de su entrenamiento no debería prestar atención si la gente le señala con desdén. Cuando practique en casa debe usar toda la fuerza vocal dentro del rango adecuado a su voz nocturna o de primera hora de la mañana. En su corazón debe hacer acopio de toda su fuerza de voluntad y prometer en este momento decisivo de su carrera que nunca abandonará el Nō, jugándose su futuro en esta decisión. No hay otra forma de entrenarse para esta carrera.»

El consejo de Zeami es, por supuesto, de la máxima importancia para el actor profesional. El aficionando nunca se enfrentará a algo tan serio como un «momento decisivo de su carrera». Sin embargo, las riñas del maestro, incluso cuando se dirigen a sus discípulos más torpes, tienen obviamente su raíz en el pasado lejano, en los reveladores juicios del Fūshi Kaden. Incluso un niño que acaba de empezar a balbucear las melodías del Nō sólo tiene que entrar por casualidad en una habitación donde se ensaya el Nō para encontrarse por sorpresa en contacto directo con la presencia de Zeami, el maestro de tanto tiempo atrás. Este mecanismo tan curioso no es debido a ningún esfuerzo reciente o apresurado; es obviamente el producto de una tradición cuidadosamente mantenida.

El camino del entrenamiento seguido por el profesional es demasiado arduo para que lo siga el aficionado, o incluso para que lo comprenda. Sin embargo, la mayoría de los presentes entre el público ante un escenario en el que actúa un actor profesional son aficionados al arte, y esto es tan cierto para el Nō como para otras formas de teatro, de forma que sin los espectadores el mundo del escenario no llega a estar completo. Se puede ir más allá: la conciencia de esta relación implícita ha llevado a un espléndido descubrimiento artístico por parte de los actores Nō. Cuando un actor está en el escenario las limitaciones de su propia visión no le permiten ver su propia espalda. El actor Nō debe liberarse de esta visión egoísta. Los ojos de los espectadores pueden ver la espalda del actor aunque el actor con sus propios ojos no pueda. Sólo cuando el actor se mira a sí mismo con los ojos de los espectadores se produce una comunicación espiritual entre el escenario y el público. En las palabras de Zeami esto es «ver junto con el público».

Los ojos de los otros. El actor Nō usa sus ojos para abrir un canal de comunicación con los corazones de los otros. El escenario es el lugar en que este canal se manifiesta. Es cuando se hace reverberar algo en las mentes de los espectadores que ven flores en el escenario. «Flor» era una de las palabras favoritas de Zeami. Para los actores Nō designa el misterio de este arte dúctil, eternamente cambiante, que buscan atrapar. No hace falta decir que si el entrenamiento técnico de un actor está desconectado del corazón no tendrá ningún efecto. Por eso Zeami dijo: «el florecimiento proviene del corazón; las semillas son la actuación». Esta flor, al contrario que las katas (formas) concebidas por el Kabuki siglos más tarde, no consiste en fijar la forma. La flor no está encerrada en ningún lugar. Zeami lo describió en estos términos:

«¿Qué flor dura para siempre sin caer? La valoramos cuando florece precisamente porque cae. En el Nō debes darte cuenta que la flor no tiene un hogar permanente. Es valorada precisamente porque no está fija sino que cambia a otras formas de expresión.»

¿Deberíamos atribuir a la percepción filosófica de Zeami el descubrimiento de que la caída es la esencia de la flor y el uso de este descubrimiento como una metáfora del arte? El corazón del hombre, como el florecimiento y la caída de las flores, cambia constantemente. El mundo del escenario parecería en esencia reproducir las sombras titilantes de las emociones humanas. No es ciertamente imposible estar de acuerdo con aquellos que consideran que el corazón del Nō se encuentra en las obras de la tercera categoría que dan forma a las emociones de las mujeres. A veces parece que estuvieran diciendo que incluso las flores caídas son hermosas.

[…]

La comunicación espiritual entre el escenario y el público, basado en un entendimiento similar del artista y el observador, hace innecesarios, por ejemplo, decorados representando paisajes o edificios. El uso de gestos ínfimos para expresar las perturbaciones de las emociones es también innecesario. Unos pocos pasos sobre las tablas del escenario pueden a veces transportar al actor a cien leguas hacia montañas o costas distantes. El roce de las mangas de un hombre y una mujer como si fueran pétalos indicarán al público al instante que su amor se ha cumplido. Alegrías y tristezas, las emociones provocadas por el florecimiento y caída de las flores, todas son evocadas en la amplitud desoladora del escenario; la técnica de actuación hace que la desnudez misma parezca hablar a través de los siglos al espíritu del teatro contemporáneo. No es necesario tener en cuenta procesos complicados para apreciar el Nō. La idea de que el Nō es un arte clásico que intimida proviene probablemente de la confusión en la mente de los hombres de las últimas generaciones que, acostumbrados a lidiar con temas complejos se encontraban perdidos al enfrentarse a algo simple.

— Ishikawa Jun
Las flores del Nō

Los besos invisibles de las madrugadas

Aunque el Otro, que también anda buscándose en el espejo, que está a su vez demandándonos Parlez-moi d’amour, no contesta las cartas, ni remite acuse de recibo y, si lo hace, habla de algo que nada tiene que ver con el contenido de la misiva enviada en ese intento, fallido cada vez, de que nos hablaran de amor o, dicho de otro modo, de que satisficieran nuestra demanda de amor.

Es posible que Lacan no estuviera en lo cierto al decir que una carta llega siempre a su destinatario. A menudo las cartas se evaporan en el trayecto o se evapora por lo menos de ellas lo sobreentendido, lo que, no escrito ni siquiera entre líneas, hubiera debido llegar hasta su legítimo propietario: los besos invisibles de las madrugadas que, en el momento mismo de escribirlas, aromatizaban las páginas.

No se puede hablar de amor — como no se puede hablar de nada relevante. Sin embargo, habría que seguir intentándolo. Buscar las palabras precisas, el lenguaje idóneo para contar aquello que no se puede contar, para decir lo que no se acaba nunca de decir; un lenguaje abierto, cambiante, capaz de transformarse cuantas veces resultara necesario. Un lenguaje que no pretenda nombrar lo innombrable, cuya única aspiración consista en acercarse a la imposibilidad de nombrar, un lenguaje próximo al de la poesía. No acabar de decir las cosas o no decirlas por su nombre, pero seguir perseverando en esa fascinante y sólo a medias satisfactoria maniobra de aproximación. Luchar con el lenguaje cada mañana al levantarse, invocar al lenguaje del sueño, arrancar al silencio palabra por palabra, imponérselas a la vigilia y saber que nunca son las palabras adecuadas o nunca como deberían haberse dicho: ésa es cada vez la misión de los poetas.

— Estrella de Diego
Travesías por la incertidumbre

De lo que no se puede hablar: Hiroshima y los fotolibros japoneses (a modo de introducción)

De lo que no se puede hablar

Hiroshima y los fotolibros japoneses

Fecha: 12 de diciembre de 2017

Horario: 18:00 h.

Lugar: Sala de Trabajo en Grupo
Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes
Universidad Complutense de Madrid
Calle Pintor el Greco, 2, 28040 Madrid

De lo que no se puede hablar es mejor callar

— Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 1921

El lunes 6 de agosto de 1945, a las 8:15 hora local, detonó sobre Hiroshima la primera bomba atómica. Poco después Japón se rindió poniendo fin a la segunda guerra mundial. A la catástrofe física y humana se unió la caída del imperio japonés y la ocupación norteamericana. El hilo de la historia se quebró, pero no se rompió. La vida continúa y Japón se reconstruye sobre sus propias cenizas. En los años siguientes muchos fotógrafos japoneses volvieron sus ojos sobre aquella catástrofe en busca de algún tipo de sentido y articularon su trabajo en forma de fotolibro. En realidad, como dice Gerry Badger, todos los fotolibros japoneses posteriores a la segunda guerra mundial tienen que ver de una forma u otra con Hiroshima y Nagasaki. En este encuentro vamos a examinar algunos fotolibros que tratan directamente la tragedia a lo largo de las tres primeras décadas que siguieron al bombardeo.