«Yo no escribo poesía, Femio, ni siquiera lo intento. Te repito que sólo bordo crónicas familiares y, desde luego, no creo que sean la gran epopeya que andas buscando. Pero te aseguro que son la verdad.»
De pronto, al oír la última palabra, arrugó el rostro en un gesto de dolor, como si hubiera removido una vieja herida, y se refugió de nuevo entre mis brazos. Sentí su corpachón zarandeado por los sollozos. Al fin y al cabo, no podía reprocharle que fuese un cobarde: no era más que un poeta y el miedo iba incluido en el lote. Su lira estaba alquilada, atada a los bandazos del poder. Había recogido las migajas de las mesas de los pretendientes, noche tras noche había cantado las inexistentes hazañas de Antínoo y de los otros príncipes ociosos. Después, la noche en que Odiseo tensó el arco y desató una tormenta de sangre, se echó a los tobillos del héroe y suplicó por su vida sin contar las sílabas, sin atender a la medida de los hexámetros. Fue Telémaco quien intercedió por su vida, pero Femio parecía haberlo olvidado cuando aceptó dar clases de oratoria a Antipas. Así son los aedos, gentes sin pasado ni futuro, sin compromisos ni memoria, envueltos en los trinos de su música. Jilgueros amaestrados que cantan para contentar a sus amos. Pájaros en busca de jaula.
[…]
«¿Te acuerdas, Femio? Solías decir que el tema daba igual, que lo importante era la música del verso y la calidad de las imágenes. Pero lo malo del tema es que siempre era el mismo: monstruos e incestos. Crímenes y más crímenes. Perseo decapitando a la Gorgona, Teseo trinchando al Minotauro, Heracles exterminando a puñetazos una manada de caballos comedores de hombres.»
«La sangre está en el mundo», se defendió sin mucha convicción Femio. «Y el arte no puede prescindir del mundo.»
«Ya, siempre decías eso», repuso tu hermano. «Pero el mundo también está lleno de ovejas balando y de nubes vagando y de manzanos en flor. Sin embargo, todavía no he oído una sola epopeya dedicada a la placidez de la vida agrícola o al parto de una vaca. A no ser que los soldados entren por la izquierda del tapiz, arrasando el campo, o que la vaca, de pronto, dé a luz al Minotauro.»
«La sangre es sólo uno de los ingredientes, uno de los hilos del telar. No puede sustraerse sin falsear la trama.»
«¿Estás seguro? Repasa bien tus obras, Femio. ¿Recuerdas la oda que compusiste al retorno de mi padre? ¿Cuántas rapsodias dedicaste a la descripción pormenorizada de la matanza? Cómo la flecha voló, le entró a uno por la boca y le salió por el cogote… Cómo yo degollé a aquel otro… Son muchos versos, Femio, los he contado. Y no llegaste a gastar una docena en las carnes que copaban la mesa o en los vinos que había en las jarras. Pobres cocineros, nunca nadie les invita al banquete.»
Ante aquella crítica, Femio se levanto y giró, buscando a su interlocutor. Parecía desorientado, no sabía de dónde brotaban las palabras.
«Pero…», balbuceó, sin saber muy bien cómo seguir, «… es que el poema debe buscar el alma del oyente, conmoverle, saciar sus sentidos y llamarle a compasión».
«Ya, ya, la catarsis y todo eso». Telémaco se volvió hacia mí, con un rictus de desprecio en la cara. «Qué tema tan aburrido. Y qué cobarde. La gran purga de los sentimientos, la tempestad de las emociones donde el alma del espectador se purifica en la contemplación del mal. Terror y compasión y lágrimas. Paparruchas.»
De pronto extendió el brazo y me señaló con una de aquellas manos de juguete. Tenía las uñas mordisqueadas.
«Ocurre con todos los artistas, con todos los poetas. Incluida tú, madre. Cantáis a la guerra y a la muerte, pero luego hacéis como si os avergonzarais de ello, lamentando el mal que vosotros mismos sembráis en forma de versos o tapices.»
— David Torres, El mar en ruinas