Como acabamos de sugerir, la agresividad retórica de los manifiestos vanguardistas podría explicarse de este modo: cuando uno está convencido de estar fundando un arte del mismo modo que un científico funda una ciencia, es decir, sobre principios objetivos (por ejemplo, si las tesis, digamos, del cubismo, son comparables a las leyes de la aritmética o a la ley de la gravedad), tiene que considerar a todos aquellos que no respetan tales principios como ingnorantes o como farsantes. Y si uno se sitúa en esa posición, el problema del gusto — no del burdo «me gusta» o «no me gusta», sino el estético «es bello» o «no es bello» — aparece como una evaluación secundaria e irrelevante. Así como carece de sentido juzgar la belleza de la teoría de la relatividad, carecería de sentido juzgar la belleza de una obra de arte conceptual o de una cubista, ponamos por caso. Y así como sólo unos pocos entienden las ecuaciones de Einstein y de Heisenberg, sólo unos pocos pueden entender la música de Stockhausen o de Boulez. Y así como las masas no se sienten ofendidas por no entender el aparato matemático de la teoría de la relatividad o las estructuras de la mecánica cuántica, tampoco deberían irritarse contra el dodecafonismo, el teatro del absurdo o la abstracción geométrica. Ni tampoco los nuevos artistas deberían irritarse contra las masas: que a alguien le gusten o le disgusten sus obras es tan irrelevante como en el caso de las teorías científicas. No es, pues, que el entendimiento preceda al gusto, sino que lo hace superfluo. Nos encontramos así que, llevando hasta sus últimas consecuencias la tesis de Ortega, lo que hallamos no es únicamente un «arte para artistas», sino unas artes que renuncian a la consideración de bellas artes (convirtiéndose tentativamente en «sistemas» o «teorías») y que pretenden liquidar definitivamente el problema del gusto estético: «la poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas».
Ensayo sobre la falta de argumentos, José Luis Pardo