Con la fotografía surge una literatura que se constituye en prueba de la realidad, en el documento irrefutable que son las imágenes para los ojos del espectador, del televidente, del informe criminal, el estudio zoológico o el folleto turístico. Y para ello encuentra en el espejismo del distanciamiento que es el pensamiento positivista, la expresión de un discurso que se quiere cierto, científico, objetivo, renunciando a caireles que conviertan la fuerza mostrativa de la imagen en juicio de valor.
Junto a esta primera opción analógica de la fotografía subyace otra no menos importante que apunta justo en dirección contraria, cuestionando esa creencia primitiva en la verdad visual de las cosas. Enfrentada al testimonio crédulo del realismo aparece la literatura de la duda, que rompe el pacto con la realidad primero, y en consecuencia con el lector, sustituyendo la certidumbre por la parcialidad del punto de vista. Comienza la destrucción interna y voluntaria del relato, «la era de la sospecha», tal y como anunció Nathalie Sarraute en 1956, momento en el que Nabokov y su The Eye (1956) o Se una notte d’inverno un viaggiatore (1979) de Calvino perpetúan la tradición del engaño para prolongarse en historias como la de Anne-Marie Garat L’amour de loin (1998) en torno al origen y la existencia de una imagen proyectada sobre el muro de una habitación estival convertida en cámara oscura.
Conocedor de Balzac, Flaubert y Turgeniev, un escritor norteamericano instalado entre Londres y París manifiesta, como Zola, su convicción de que el sentido de lo real y la búsqueda de la verdad son parte esencial de la novela. En su famosa respuesta/manifiesto The Art of Fiction (1884) Henry James afirma convencido dirigiéndose a un futuro e hipotético aspirante a novelista: «No escribirás una buena novela si no tienes sentido de la realidad». El novelista, para James, en aparente acuerdo con las tesis cientifistas del naturalismo, también debe escribir a partir de la experiencia, entendiendo que el medio para expresar esa realidad experimental se apoya en «la importancia de la exactitud –la verdad del detalle–«. James, sin embargo, introduce una serie de matices a los fundamentos de la novela realista que van a cambiar por completo el curso de la teoría y la práctica de la ficción.
Para James «la realidad posee una miríada de formas» y la experiencia, lejos de constituirse en observación y análisis objetivo de la realidad «nunca está limitada, y nunca completa; es una inmensa sensibilidad, una especie de vasta tela de araña con finos hilos de seda suspendida en la cámara de la consciencia, atrapando cada partícula arrastrada por el viento en su red». La novela deja de ser un espejo en el que las cosas se reflejan con fidelidad y abandona su condición de prueba fotográfica para convertirse en «ilusión de vida». Su hallazgo consiste in distinguir que la novela (como imagen del mundo exterior) no es la realidad sino una «apariencia de realidad», y ante la uniformidad narrativa sobre la que se asientan realismo y naturalismo propone esa tela de araña confeccionada con multitud de filamentos que se entrecruzan. James instaura una aproximación sesgada a la realidad, dependiente, improbable incluso, el punto de vista que, formando parte de su primera y deslumbrante capacidad analógica, es consustancial a toda imagen. Ante los propósitos de objetividad naturalista surge la réplica de que el narrador no sólo es incapaz de esclarecer sino que, al contrario, se encarga de avivar. En las novelas de Henry James el lector sabe e ignora con los personajes, su posición con respecto al entramado de las ficciones no se sitúa fuera, en el exterior de las cosas, sino en los entresijos de la narración misma, en la distancia corta y subjetiva de sus protagonistas.
— Antonio Ansón, Novelas como álbumes: fotografía y literatura, Mestizo, Murcia, España, 2000