Tienen razón los que ponen de manifiesto la rebelde libertad de este miembro que se entromete tan inoportunamente cuando menos falta nos hace, que tan imperiosamente discute la autoridad de nuestra voluntad y con tanto orgullo y obstinación rechaza nuestros ruegos mentales y manuales.
Sin embargo, si contra los ataques que se le hacen por su rebeldía justificando así su condena, hubiérame pagado para abogar por su causa, a lo mejor sospechaba de los otros miembros de haber levantado contra él premeditadamente esta querella, por pura envidia de la importancia y dulzura de su uso, y de haber armado una conspiración para poner al mundo en su contra, cargándole a él malignamente con las culpas de todos. Pues os pido que penséis si existe parte alguna de nuestro cuerpo que no le niegue a menudo a nuestra voluntad su actuación y que no la ejerza a menudo contra nuestra voluntad. Cada una tiene sus propias sensaciones que la despiertan y adormecen sin nuestro consentimiento. Cuántas veces revelan los forzados sentimientos de nuestro rostro los pensamientos que manteníamos en secreto, traicionándonos ante los asistentes. Esta misma causa que anima este miembro, anima asímismo, sin que lo sepamos, el corazón, el pulmón y el pulso; pues la vista de un objeto agradable enciende en nosotros la llama de una febril emoción. ¿No existen acaso esos músculos y esas venas que se levantan y se acuestan sin permiso no solo de nuestra voluntad sino ni siquiera de nuestro pensamiento? No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor. Dirígese a menudo la mano donde no la enviamos. Trábase la lengua y paralízase la voz a su vez.
Ensayos, Michel de Montaigne, capítulo XXI, De la fuerza de la imaginación (fragmento)