Colorama, The world’s greatest photographs, Aperture, 2004. Estados Unidos
La historia de la popularización de la fotografía en color tiene su origen en ese extraño concepto que se ha dado en llamar indemnización de guerra; pillaje industrial aplicado históricamente de manera profusa. Basta con recordar a aquél montón de bestias reunidos en torno a un gran fuego repartiéndose por adelantado la ciudad de Troya y que Homero canta en el inicio de su Ilíada o, aquí al lado, en el madrileño parque del Retiro, los descalabros producidos durante las guerras napoleónicas y que supusieron el despegue de la cerámica de Sevres frente a la de sus competidores. Con estos antecedentes yo no puedo sino dar cada vez más la razón a Heartfield, que enseñaba la guerra en sus fotomontajes como un enorme negocio empresarial (aunque tampoco se me va de la cabeza esa idea de que la épica está en el origen de la narrativa poética, y que viene a afirmar que sin conflicto no hay historia y que en el fondo siempre hay dos guerras, la de los estadistas y la de los soldados. Y ya que abrimos esa puerta se nos cuela también Heráclito y… Dejemos este tema en paz antes de que sea demasiado tarde y perdamos, una vez más el objetivo.
Decía que la fotografía en color empezó a existir como posibilidad para el aficionado a partir de la Segunda Guerra Mundial. Antes, en 1935 Kodak ya había fabricado la película Ektachrome, que producía diapositivas en color. Aunque tenía unos colores vibrantes, lo complejo de su procesado y, sobre todo, el hecho de tener que recurrir a laboratorios profesionales, escasos y caros, para obtener copias en papel mantuvieron al aficionado al margen. Así que la memoria colectiva antes de 1945 fue en blanco y negro (semánticas fotográficas sociales).
Pero cuando las fuerzas aliadas tomaron Waffen, ciudad cercana a Leipzig (fuerzas mayormente estadounidenses; y si alguien se pregunta cómo puede ser esto y que quién estaba al mando de esas tropas y quién dirigía a esos mandos… probablemente se esté haciendo las preguntas correctas) desmantelaron la fábrica de Agfa y se apropiaron de los archivos de la compañía que contenían, entre otras joyas, los secretos para la realización de copias en papel a partir de negativos en color.
En 1949 Kodak sacó la gama Ektacolor y en 1955 todo el mundo podía obtener fotografías en papel con colores bellamente nítidos. Y ¿desde dónde se empezó a promover la idea de que era mejor fotografiar en color? (y conviene volver a reseñar que para el aficionado hacer fotografías era, en primer lugar, una manera inmediata y sencilla de conservar recuerdos). Exacto: desde un lugar fronterizo entre lo tecnológico y lo vital (o una metáfora de ambos): la estación de tren de Grand Central en Nueva York, por la que pasaban miles de personas a diario que hacían sus trayectos entre los nuevos barrios de la periferia y sus oficinas en la ciudad.
Así que, en 1950 se montó un gran panel que mostraría, durante 40 años las fotografías más grandes que jamás se habían visto: los Coloramas. Cada tres semanas se producía una nueva copia que medía 548,64×1.828,8 cm. La producción incluía el diseño del set (en el que participaban tipos como Norman Rockwell) fotógrafos, laboratoristas, montadores,… Cada fotografía estaba dividida en 41 secciones que luego se ensamblaban a mano. Hasta 1963 no se dispuso de una procesadora por lo que todo el proceso de revelado se hacía de manera manual. La ampliadora tenía en su cabezal una lámpara de 1000 watios de las que se usaban en los aeropuertos. Las copias se dejaban durante la noche en el polideportivo que los empleados tenían en Rochester…
Toda esa laboriosa puesta en escena pretendía dos cosas: por una parte, como afirmaba Adolph Staber vicepresidente del departamento de ventas de Kodak “todo el mundo debe ser capaz de visualizarse a sí mismo haciendo esa maravillosas fotografías”; por otra promover que hacer fotografías en color era una manera estupenda de ocupar el tiempo de ocio. Es decir que estamos en el ojo del huracan de una campaña de marketing fabulosa, obviamente también, por sus dimensiones.
Pero ¿cuál es el arma infalible que se utilizó? Una explícita: el tamaño; otra quizá menos: el más difícil todavía. Y esta segunda es la que más me atrae. ¿Por qué? Porque me lleva a los orígenes, es decir, cuando la fotografía era una atracción de barraca de feria más. Lugar, que parafraseando a Garcilaso, me parece “gozosísimo” (superlativo que convierte lo placentero en algo más; en algo que incluso está fuera del alcance del lenguaje).
Porque no podemos olvidar cuáles son los antecedentes del invento ni el de sus inventores. Uno, el francés, feriante empedernido y constructor de magnitudes insólitas materializadas en los imponentes Dioramas. Artefactos que reclamaban como cobijo edificios construidos ex profeso adaptados a las necesidades tipológicas de las enormes pinturas.
El otro, inglés, de mano vaga e imprecisa, paralizado por el amor a los paisajes suizos y, suponemos, a la que era su reciente esposa. Sus reveladoras declaraciones a Herschel no pueden venir más al pelo: “ójala pudiera retener para siempre estos bellos lugares sin la necesidad de recurrir a la fatiga de la mano”. (cito de memoria, repentinamente vago yo también).
Así de qué nos asombramos. Porque asistimos a ese más difícil todavía que el mundo tecnológico decimonónico desarrolló también, y que sigue plenamente vigente, en paralelo a su empleo práctico. Algo así como un prometeico esfuerzo, un reto al sentido común (o como el niño chulo del patio: “verás lo que soy capaz de hacer”) y que tanto gusta al ciudadano de a pie. Steichen, director entonces del departamento de fotografía del MoMA escribió un telegrama a Kodak con motivo de la inauguración de una de las transparencias: “Todo el mundo está emocionado y con una sonrisa en la boca en Grand Central. Se respira un ánimo especial”.
¿Y todo este despliegue tecnológico y comercial no tenía nada de ideológico? ¿Cuáles eran los temas que aparecían en esas enormes fotografías? No nos engañemos: todo estaba al servicio del frenopático WASP. Pero de eso hablaremos otro día.
Colorama, the world’s largest photographs
editado por Aperture, Nueva York, Estados Unidos;
1ª edición, 2004; 248×145 mm; 80 páginas; texto en inglés; encuadernación en cartoné forrado con papel; diseñado por Aperture bajo la dirección artística de Francesca Richer y la dirección de producción de Bryonie Wise; impreso y encuadernado por Phoenix Color Corporation, Rockaway Division, Estados Unidos
ISBN 1-931788-44-8