En contrapartida, la estética decimonónica, sin embargo, abre las puertas al triunfo del cine moderno en tanto que lenguaje narrativo estructurado, en detrimento de una opción ajena a la narración, que ilustra el proyecto fracasado de las vanguardias. La trama naturalista cuenta, evoca, organiza, confirma. La fotografía se hunde, se desmigaja, se diluye en el interés individual del que la posee, incomunicable, inenarrable. La fotografía apunta la vertiente de la introspección en la novela moderna. Sin acontecimientos posibles, sin movimiento, puesto que aquello que puede suceder, lo único que importa y que ocurre en la fotografía corresponde a lo que no es porque no está. El cine tiene que ver con la memoria voluntaria, porque construye, articula, relata. La fotografía renuncia a mucho más de lo que dice. Pertenece al silencio, más que al relato. Las fotografías no tienen memoria. Son el agujero al que confluyen los fantasmas, las muertes y los muertos de cada cual. Desprovistas del sello personal no significan nada. Sin la impronta que deja la emoción, cada fotografía se convierte en fuente de contenidos diversos: social, antropológico, cultural, urbanístico… Interesan, pero no importan.
El cine, por otra parte, apunta siempre hacia el futuro. Se trata de una narración que cuenta permanentemente lo que va a ser. En el cine todo está siempre por ocurrir, se trata de la progresión hacia delante de la narración. La fotografía remite a lo que ha dejado de estar. Por eso las fotografías nunca cuentan nada, incapaces de evocar son la verificación de un tiempo acabado. No pertenecen al antes, sino a la ausencia de presente. Para Proust la obra literaria no puede ser un barrido sobre el pasado, sino la edificación de un ahora ajeno al transcurrir. Los recuerdos no pueden estar sujetos a la secuencialidad cinematográfica: Proust entiende la experiencia del pasado como «fragmentos de existencia sustraídos al tiempo» (Le temps retrouvé). Y además Proust nunca fue al cine. La disyuntiva esteticofilosófica entre fotografía y cine queda definitivamente zanjada si damos crédito al testimonio de Maurice Sachs cuando asegura que el autor de A la recherche su temps perdu murió sin haber visto una película, lo que echó tanto en falta como acudir, al menos una vez, al café Au temps du boeuf sur le toit (1939), nombre que da título a una de las crónicas más lúcidas, entretenidas y valiosas para comprender el clima social y literario que reinaba en el París de entreguerras.
– Antonio Ansón, Novelas como álbumes: fotografía y literatura, Mestizo, Murcia, España, 2000