–Creí que por sus teorías usted desaprobaba que un escritor se casara.
–Sin duda, sin duda. Pero ¿no me llamará a mí escritor?
–Debería darle vergüenza– dijo Paul.
–¿Vergüenza de volverme a casar?
–No diré eso…, sino vergüenza de sus razones.
–Debe dejar que las juzgue yo, amigo mío.
–Sí, ¿por qué no? Usted juzgó admirablemente las mías.
El tono de esas palabras pareció de repente sugerirle lo insospechado a St. George. Se quedó mirando como si leyera en ellas una amargura.
–¿No cree que he jugado limpio?
–Me lo podría haber dicho entonces, quizá.
–Mi querido amigo, ¡cuando le digo que no podía penetrar el futuro!
–Quiero decir después.
St. George vaciló.
–¿Después de la muerte de mi mujer?
–Cuando se le ocurrió esa idea.
–¡Ah, jamás, jamás! Quería salvarle a usted, tan raro y precioso como es.
–¿Se casa usted con la señorita Fancourt (la que era mi prometida) para salvarme a mí?
–No, en absoluto, pero eso aumenta el placer. Yo le haré a usted ser lo que es –dijo St. George sonriendo–. Quedé muy impresionado, después de nuestra conversación, por el modo decidido como dejó el país y aún más quizá por su fuerza de carácter quedándose en el extranjero. Es usted muy fuerte, es usted asombrosamente fuerte.
Paul Overt trató de sondear sus agradables ojos; lo extraño era que parecía sincero; no un demonio burlón. Se apartó , y al hacerlo así, oyó decir a St. George algo de que él le daba la prueba, de que era la alegría de su propia vejez. Volvió a encararse con él, mirándole otra vez.
–¿Quiere decir que ha dejado de escribir?
–Mi querido amigo, claro que sí. Es demasiado tarde. ¿No se lo dije?
–¡No puedo creerlo!
–Claro que no puede, ¡con su talento! No, no, el resto de mi vida solo le leeré a usted.
–¿Lo sabe eso ella…, la señorita Fancourt?
–Lo sabrá, lo sabrá. [..]
–¿No recuerda la moraleja que le ofrecí a usted aquella noche… como indicación?–continuó St. George–. Considere, en todo caso, el aviso que soy ahora.Henry James, La lección del maestro, 1892