Quisiera hablarles no de la lectura y de los riesgos que comporta, sino de un riesgo anterior, el de la dificultad o la imposibilidad de leer; quisiera intentar hablarles no de la lectura, sino de la inteligibilidad.
Cada uno de ustedes habrá tenido la experiencia de aquel momento en que queremos leer pero no lo conseguimos, en el que nos obstinamos en pasar las páginas de un libro, pero se nos cae literalmente de las manos. En los tratados sobre la vida de los monjes éste era el riesgo por excelencia al que sucumbía el monje: la pereza, el demonio meridiano, la tentación más terrible que amenaza a los hombres religiosos se manifiesta principalmente en la imposibilidad de leer.
Ésta es la descripción que hace San Nilo: Cuando el monje perezoso intenta leer, se interrumpe inquieto y, un minuto después, se desliza hacia el sueño, se frota la cara con las manos, extiende los dedos e intenta continuar leyendo por cualquier línea, farfullando el final de cada palabra que lee; y, mientras tanto, se llena la cabeza con cálculos ociosos, cuenta el número de páginas que le quedan por leer y los folios del cuaderno y empieza a odiar las letras y las bellas miniaturas que tiene delante de los ojos hasta que, al final, cierra el libro y lo usa como almohada para su cabeza, cayendo en un sueño breve y profundo.
La salud del alma coincide aquí con la legibilidad del libro (que es incluso, en la edad media, el libro del mundo), el pecado con la imposibilidad de leer, con volverse ilegible el mundo. Simone Weil hablaba, en este sentido, de una lectura del mundo y de una no lectura, de una opacidad que resiste toda interpretación y toda hermenéutica. Quisiera sugerirles prestar atención a sus momentos de no lectura y de opacidad, cuando el libro del mundo se les cae de las manos, porque la imposibilidad de leer les afecta tanto como la lectura y es quizás más instructiva que ésta.
Hay incluso otra imposibilidad de leer más radical, que hasta hace no tantos años era de hecho muy común. Me refiero a los analfabetos, aquellos hombres olvidados demasiado deprisa, que hace sólo un año eran, al menos en Italia, la mayoría. Un gran poeta peruano del siglo XX ha escrito en un poema: Por el analfabeto a quien escribo. Es importante entender el sentido de ese «por»: no tanto «para que el analfabeto me lea», visto que por definición no podrá hacerlo, sino «en su lugar», como Primo Levi decía dar testimonio por aquellos que en la jerga de Auschwitz llamaban los musulmanes, aquellos que no podían ni hubieran podido dar testimonio, porque, poco después de su ingreso en el campo, habían perdido toda conciencia y toda sensibilidad.
Quisiera que reflexionaran sobre el estatuto especial de un libro que está destinado a ojos que no pueden leerlo y ha sido escrito con una mano que, en un cierto sentido, no sabe escribir. El poeta o el escritor que escriben por el analfabeto o por el musulmán intentan escribir aquello que no puede ser leído, poniendo sobre el papel lo ilegible. Pero precisamente esto hace que su escritura sea más interesante que aquella que ha sido escrita sólo para quien sabe o puede leer.
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Un poeta ha resumido una vez su poética con la fórmula: «Leer aquello que nunca ha sido escrito». Se trata, como ven, de una experiencia en cierto modo simétrica a la del poeta que escribe por el analfabeto que no puede leerlo: a la escritura sin lectura corresponde una lectura sin escritura. A condición de precisar que también los tiempos se han invertido: allí una escritura que no es seguida por ninguna lectura, aquí una lectura que no ha sido precedida por ninguna escritura.
Pero quizás estas dos formulaciones tratan de algo similar, de una experiencia de la escritura y de la lectura que pone en cuestión la representación que habitualmente hacemos de estas prácticas tan estrechamente ligadas, que se oponen y al mismo tiempo desplazan aquello de ilegible e inescribible que les ha precedido y no cesa de acompañarles.
Habréis entendido que me refiero a la oralidad. Nuestra literatura nace en íntima relación con la oralidad. Porque ¿qué cosa hace Dante cuando decide escribir en lengua vulgar, sino precisamente escribir aquello que no ha sido nunca leído y leer aquello que no ha sido nunca escrito, esto es, aquél «hablar materno» analfabeto, que existía sólo en la dimensión oral? E intentar poner por escrito el hablar materno le obliga, no simplemente a transcribirlo, sino, como sabéis, a inventar aquella lengua de la poesía, aquel vulgar ilustre, que no existe en ninguna parte y que, como la pantera de los bestiarios medievales, «extiende su perfume por todas partes, pero no reside en ningún lugar».
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— Giorgio Agamben, Sulla difficoltà di leggere
1 comentario en “La pantera”
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Está traducido del italiano de aquella manera. Cualquier parecido con el original es pura coincidencia.