Colita y Juan Benet, Una tumba, Editorial Lumen, España, 1971
No se puede hablar de libros de fotografía en España sin mencionar la colección Palabra e imagen creada por Óscar y Esther Tusquets y publicada por la editorial Lumen entre 1961 y 1975, con un libro adicional casi perdido en 1985. Juntaron grandes escritores (Camilo José Cela, Miguel Delibes, Ignacio Aldecoa, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa…) con fotógrafos importantes (Ramón Masats, Oriol Maspons, Juan Colom, Francisco Catalá-Roca, Sergio Larraín…) de forma que las historias narradas y las historias fotografiadas se entrelazaran.
En este libro se unen el escritor Juan Benet y la fotógrafa Colita. El diseño del libro de Enric Satué sigue las directrices generales de la colección, con un formato casi cuadrado e impresión en papeles diferentes para el texto y las fotos. En este caso el contraste es mayor ya que el texto se encuentra impreso en tinta morada sobre cartulina rosa frente a las fotos en papel cuché, lo que resulta llamativo para la vista, para el tacto y para el olfato. Hay un leitmotiv que se repite en la portada y contraportada, en las guardas, como encabezamiento de cada capítulo e incluso en una doble página que marca en centro mismo del libro: una foto que muestra sobre un fondo negro una copia del famoso grupo escultórico restaurado en el siglo diecisiete a partir de un par de torsos romanos que representa a Atalanta e Hipómenes y que pertenecía a la colección del Cardenal Antonio Barberini.
Para hablar de Juan Benet he de comenzar confesando mi ignorancia. Éste es el primer libro suyo que leo. Sé que hay gente que opina que es el mejor escritor español de la posguerra y gente que opina todo lo contrario. El caso es que unos y otros le han colgado al cuello al pobre un cartel que pone «cuidado con el perro» y yo me he mantenido alejado por si acaso. Leyendo esta pequeña novela resulta evidente que su prosa es peculiar, y lo único que se me ocurre para describirla es asemejarla a lo que imagino se debe sentir al tirarse por un precipicio, pero un precipicio muy largo, que no se acaba nunca. La historia comienza con el guarda y el niño que se acercan a arreglar una tumba que ha permanecido abierta durante los últimos años por culpa de la guerra:
El guarda lanzó una maldición y quiso golpearle con el mango de la escoba. «Hostia de niño» dijo, al encaramarse al mismo montón y contemplar –por primera vez en uno o dos años– el agua estancada de la fosa, de color chocolate verdoso, circundada por una orla de baba negra y salpicada de cadáveres de insectos y hojas podridas y tallos flotantes envueltos en una minúscula pero tensa telilla pelágica. Entonces el sol brilló como no lo había hecho en muchos meses y la sombra del niño fue proyectada, de los pies a la cabeza, todo a lo largo de la tumba, para fijar sobre aquella película impresionable la silueta que el dominio había elegido como seña de identificación y reconocimiento del depósito que le tenía reservado. Un poco de arena, empujada por sus propios pies, cayó al agua y toda la sombra tembló al ser recorrida por las ondas que habían de grabarla de manera indeleble, sobre el papel de una tarde que languideció –y se levantó un súbito ramalazo de aire fresco– al tiempo que el sol (desganado había acudido a extender el documento, molesto de ser requerido para tales oficios y fatigado de aquel formidable poder que no podía ser transferido) se retiró de nuevo tras el seto de árboles de las cercas exteriores.
Es seguro que sigue unas leyes a su manera tan precisas como las de la mecánica newtoniana, y examinada en detalle se podrán apreciar la fuerza de la gravedad o el principio de acción y reacción a los accidentes del paisaje, pero cuando uno se ve lanzado hacia el abismo se hace difícil disfrutar de semejantes detalles. La acción tiene lugar en Región, un lugar mítico en el que transcurren gran parte de las novelas de Benet, y que todo el mundo compara con el condado de Yoknapatawpha en el que William Faulkner sitúa sus novelas, lo cual cito no sólo porque tengo entendido que hay un impuesto especial para aquellos que hablan de Benet sin citar a Faulkner escondido por algún recóndito párrafo de la normativa tributaria, sino porque resulta de lo más natural que en una novela que transcurre en Región, los personajes sean simplemente el guarda, el niño, la señora, el tío, el brigadier, el cura..
En cuanto a las fotos de Colita, que es lo que realmente nos ha traído aquí, resultan sorprendentes. Aquí no están sus fotos famosas de la «gauche divine», la movida alrededor de la discoteca Bocaccio, o los retratos de los personajes que pululaban por la movida de Barcelona allá por los años sesenta y setenta. Nos muestra unas fotos de una casa deshabitada, llevándonos en su recorrido por los exteriores asilvestrados, los interiores con los muebles cubiertos por guardapolvos, hasta las esculturas del jardín.
No hay referencia alguna de cuál pudiera ser la casa o qué vida llevaban sus moradores. Tampoco hay noticia de los motivos de su abandono o de si éste fuera definitivo o temporal. Las fotografías de este tipo dejan también una cierta indeterminación en cuanto al tiempo presente. Examinándolas en detalle podríamos imaginar el momento en que la casa quedó desierta, pero no podemos saber cuándo se produjo la visita del fotógrafo, en qué momento quedó congelada la mirada.
No resulta difícil imaginar que ésta fuera la casa que juega un papel tan importante en la novela de Juan Benet. Las fotos son muy contrastadas y los encuadres muy precisos, cerrados sobre sí mismos, sin dejar apenas salida al espectador, como si quisieran hacer desaparecer el mundo a su alrededor.
En algún lugar de esta historia un personaje recorre una casa que ha permanecido deshabitada durante los años de la guerra. La descripción que hace Juan Benet bien pudiera aplicarse al recorrido por las fotos de Colita o por todo el libro:
Todas las puertas estaban casi siempre entreabiertas, tanto las de dentro como las de fuera y, por no ser menos, incluso la cancela del pequeño cementerio, a excepción de aquel o aquellos dos años de guerra. Y eso en primer lugar fue lo que no sólo le enseñó a una muy temprana edad que nada estaba vedado — dentro de aquella somnolienta, tétrica y ridícula vastedad tan sólo limitada por los quejumbrosos reparos del miedo en los umbrales, cohibida por su propio silencio y las severas amonestaciones del espacio a sus tímidos pasos, para quedar envuelta en el anticaos protector que a los empeños infantiles había de oponer la impenetrable muralla de las mañanas ambarinas y las noches sólidas — sino lo que también había de constituir el primer estímulo a avanzar, sin ayuda de otros, sin sugerencias ni órdenes y tan sólo en atención a los impulsos nacidos en el desamparo, por aquel tiempo deleznable y harapiento que le había sido entregado para entretenerse con él y no inmiscuirse en la vida de los demás, para no importunarles con preguntas que quedarían siempre sin respuesta.
Colita y Juan Benet
Una tumba
editado en la colección Palabra e imagen por Editorial Lumen en Barcelona, España;
primera edición, 1971; 107 páginas; 219×223 mm.;
encuadernación en cartoné forrado con papel; interiores impresos sobre cartulina rosa y papel cuché mate;
diseñado por Enric Satué; impreso en Industrias Gráficas Francisco Casamajó; encuadernado por Gregorio;
ISBN: 84-264-2015-X;
«Éste es el primer libro suyo que leo..» Pues apuesto a que va a ser el último.
No, quizás no me he expresado bien, y lo que he intentado contar con algo de sentido del humor ha sonado a rechazo. Espero leerme alguna novela suya más larga para poder hacerme una idea mejor.