Al principio el arte del puzzle parece un arte breve, un arte de poca entidad, contenido todo él en una elemental enseñanza de la «Gestalttheorie»: el objeto considerado –ya se trate de un acto de percepción, un aprendizaje, un sistema fisiológico o, en el caso que nos ocupa, un puzzle de madera– no es una suma de elementos que haya que aislar y analizar primero, sino un conjunto, es decir una forma, una estructura: el elemento no preexiste al conjunto, no es ni más inmediato ni más antiguo, no son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos: el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen: esto significa que podemos estar mirando una pieza de un puzzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y color, sin haber progresado lo más mínimo: solo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras y, en este sentido, hay algo común entre el arte del puzzle y el arte del go: solo las piezas que se han juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan solo una pregunta imposible, reto opaco; pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores, o en medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra puzzle –enigma– expresa tan bien en inglés, no solo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya son solo una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera.
El papel del creador de puzzles es difícil de definir. En la mayoría de los casos –en el caso de todos los puzzles de cartón en particular– se fabrican los puzzles a máquina y sus perfiles no obedecen a ninguna necesidad: una prensa cortante adaptada a un dibujo inmutable corta las placas de cartón de manera siempre idéntica: el verdadero aficionado rechaza esos puzzles, no solo porque son de cartón en vez de madera, ni porque la tapa de la caja lleve reproducido un modelo, sino porque ese modelo de cortado suprime la especificidad misma del puzzle; contrariamente a una idea muy arraigada en la mente del público, importa poco que la imagen inicial se considere fácil (un cuadro de costumbres al estilo de Vermeer, por ejemplo, o una fotografía en color de un palacio austríaco) o difícil (un Jackson Pollock, un Pisarro o –paradoja mísera– un puzzle en blanco): no es el asunto del cuadro o la técnica del pintor lo que constituye la dificultad del puzzle, sino la sutileza del cortado, y un cortado aleatorio producirá necesariamente una dificultad aleatoria, que oscilará entre una facilidad extrema para los bordes, los detalles, las manchas de luz, los objetos bien delimitados, los rasgos, las transiciones, y una dificultad fastidiosa para lo restante: el cielo sin nubes, la arena, el prado, los sembrados, las zonas umbrosas, etcétera.
Las piezas de estos puzzles se dividen en unas cuantas grandes clases, siendo las más conocidas: los muñequitos, las cruces de Lorena y las cruces; y una vez reconstruidos los bordes, colocados en su sitio los detalles –la mesa con su tapete rojo de flecos amarillos muy claros, casi blancos, que sostiene un atril con un libro abierto, el suntuoso marco del espejo, el láud, el traje rojo de la mujer– y separadas las grandes masas de los fondos en grupos según su tonalidad gris, parad, blanca, o azul celeste, la solución del puzzle consistirá simplemente en ir probando una tras otra todas las combinaciones posibles.
El arte del puzzle de madera comienza con los puzzles de madera cortados a mano, cuando el que los fabrica intenta plantearse todos los interrogantes que habrá de resolver el jugador; cuando en vez de dejar confundir todas las pistas al azar, pretende sustituirlo por la astucia, las trampas, la ilusión: premeditadamente todos los elementos que figuran en la imagen que hay que reconstruir –ese sillón de brocado de oro, ese tricornio adornado con una pluma negra algo ajada, esa librea amarilla toda recamada de plata– servirán de punto de partida para una información engañosa: el espacio organizado, coherente, estructurado, significante del cuadro quedará dividido no solo en elementos inertes, amorfos, pobres en significado e información, sino también en elementos falsificados, portadores de informaciones erróneas; dos fragmentos de cornisa que encajan exactamente, cuando en realidad pertenecen a dos porciones muy alejadas del techo; la hebilla de un cinturón que resula ser in extremis un apieza de metal que sujeta un hachón; varias piezas cortadas de modo casi idéntico y que pertenecen unas a un naranjo enano colocado en la repisa de una chimenea, y las demás a su imagen apenas empañada en un espejo, son ejemplos clásicos que encuentran los aficionados.
De todo ello se deduce lo que, sin duda, constituye la verdad última del puzzle: a pesar de las apariencias, no se trata de un juego solitario: cada gesto que hace el jugador de puzzle ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que coge y vuelve a coger, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar de nuevo, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados por el otro.La vida intrucciones de uso. Georges Perec. Editorial Anagrama
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