Vivo en la ciudad de Nueva York, tierra de ocho millones —y contando— de historias. Los turistas llegan de todas las partes del mundo para absorber el espectáculo de este lugar y consumir todas sus delicias y abundancias. Cuando llega el ocaso, si tengo una buena vista, miro hacia el edificio Empire Estate ya que, incluso desde millas de distancia, estoy seguro de que veré el flash de las cámaras dispararse desde la plataforma de observación. Luces centelleantes intentando en vano iluminarme desde millas de distancia, llegando quizás —en el mejor de los casos— a girar un píxel hacia acá o hacia allá, o quizás a provocar que una partícula de sal de plata se oxide en una reacción fotoquímica. ¿Consiguió el fotógrafo capturar lo que quería, me pregunto? ¿Estaba yo allí representado de alguna manera? Intentando reproducir el mundo entero desde ese aéreo punto de vista, nuestros turistas, escudriñando la locura de los mortales, vieron — ¿qué? Una fotografía proyecta —principalmente— lo que su creador espera. Uno apunta la cámara hacia lo que espera ver y hacia aquello sobre lo que uno desea llamar la atención. Aunque haya visto el flash, mi mundo, mi experiencia, no está entre las expectativas de estos turistas. Yo estoy contenido en su imagen sólo superficialmente, como una mota o no lo estoy: simplemente estoy demasiado lejos.
— Ken Schles, A New History of Photography: The World Outside and the Pictures in our Heads