Cuando era un niño estudiaba el canto de los textos del Nō. Estas lecciones, no hace falta que lo diga, no llegaron a ninguna parte, pero todavía recuerdo a mi profesor al comienzo de cada sesión sentándose en una postura perfectamente erguida y cantando con su voz resonante algún pasaje del texto. Sus jóvenes alumnos le imitaban con precisión. O, sería más exacto decir, se esforzaban desesperadamente por imitarle, pero sus torpes esfuerzos por imitar el rugido de un león jamás llegaron siquiera a alcanzar el sonido del maullar de un gato. Su postura no era muy mala — la dificultad estaba en las voces. La voz del maestro resonaba imperial y aunque sus alumnos cantaban con toda la fuerza de sus pulmones imitándole su respiración se agotaba enseguida y las últimas frases se iban apagando lastimosamente. Si, por desesperación, intentaban gritar, sus voces se rompían inmediatamente arruinando la línea melódica y acababan emitiendo algo que era un cruce entre un chillido y un aullido, figuras patéticas haciendo el ridículo.
Quizás debido a la considerable vena de vanidad con la que nací, aunque era un niño me sentía muy consciente de mí mismo y, en lugar de forzar mi voz como los otros, me concentraba exclusivamente en seguir la línea melódica con mi pequeña voz insegura, para que inmediatamente cayera sobre mí el rayo. El maestro me reñía severamente: «Deja de presumir. No estés tan cohibido. En esta etapa es mejor que no seas demasiado listo cantando. Pon toda tu voz. Canta con todas tus fuerzas.» Esos fueron sus primeros consejos.
Esos consejos probablemente no eran de su invención. El entrenamiento de principiantes, sean futuros profesionales o aficionados, parece que en su esencia ha permanecido sin cambios durante siglos. En la obra de Zeami Fūshi Kaden (La transmisión de la flor del arte), aparece el siguiente pasaje sobre el entrenamiento del actor a la edad de diecisiete o dieciocho años: «En esta etapa de su entrenamiento no debería prestar atención si la gente le señala con desdén. Cuando practique en casa debe usar toda la fuerza vocal dentro del rango adecuado a su voz nocturna o de primera hora de la mañana. En su corazón debe hacer acopio de toda su fuerza de voluntad y prometer en este momento decisivo de su carrera que nunca abandonará el Nō, jugándose su futuro en esta decisión. No hay otra forma de entrenarse para esta carrera.»
El consejo de Zeami es, por supuesto, de la máxima importancia para el actor profesional. El aficionando nunca se enfrentará a algo tan serio como un «momento decisivo de su carrera». Sin embargo, las riñas del maestro, incluso cuando se dirigen a sus discípulos más torpes, tienen obviamente su raíz en el pasado lejano, en los reveladores juicios del Fūshi Kaden. Incluso un niño que acaba de empezar a balbucear las melodías del Nō sólo tiene que entrar por casualidad en una habitación donde se ensaya el Nō para encontrarse por sorpresa en contacto directo con la presencia de Zeami, el maestro de tanto tiempo atrás. Este mecanismo tan curioso no es debido a ningún esfuerzo reciente o apresurado; es obviamente el producto de una tradición cuidadosamente mantenida.
El camino del entrenamiento seguido por el profesional es demasiado arduo para que lo siga el aficionado, o incluso para que lo comprenda. Sin embargo, la mayoría de los presentes entre el público ante un escenario en el que actúa un actor profesional son aficionados al arte, y esto es tan cierto para el Nō como para otras formas de teatro, de forma que sin los espectadores el mundo del escenario no llega a estar completo. Se puede ir más allá: la conciencia de esta relación implícita ha llevado a un espléndido descubrimiento artístico por parte de los actores Nō. Cuando un actor está en el escenario las limitaciones de su propia visión no le permiten ver su propia espalda. El actor Nō debe liberarse de esta visión egoísta. Los ojos de los espectadores pueden ver la espalda del actor aunque el actor con sus propios ojos no pueda. Sólo cuando el actor se mira a sí mismo con los ojos de los espectadores se produce una comunicación espiritual entre el escenario y el público. En las palabras de Zeami esto es «ver junto con el público».
Los ojos de los otros. El actor Nō usa sus ojos para abrir un canal de comunicación con los corazones de los otros. El escenario es el lugar en que este canal se manifiesta. Es cuando se hace reverberar algo en las mentes de los espectadores que ven flores en el escenario. «Flor» era una de las palabras favoritas de Zeami. Para los actores Nō designa el misterio de este arte dúctil, eternamente cambiante, que buscan atrapar. No hace falta decir que si el entrenamiento técnico de un actor está desconectado del corazón no tendrá ningún efecto. Por eso Zeami dijo: «el florecimiento proviene del corazón; las semillas son la actuación». Esta flor, al contrario que las katas (formas) concebidas por el Kabuki siglos más tarde, no consiste en fijar la forma. La flor no está encerrada en ningún lugar. Zeami lo describió en estos términos:
«¿Qué flor dura para siempre sin caer? La valoramos cuando florece precisamente porque cae. En el Nō debes darte cuenta que la flor no tiene un hogar permanente. Es valorada precisamente porque no está fija sino que cambia a otras formas de expresión.»
¿Deberíamos atribuir a la percepción filosófica de Zeami el descubrimiento de que la caída es la esencia de la flor y el uso de este descubrimiento como una metáfora del arte? El corazón del hombre, como el florecimiento y la caída de las flores, cambia constantemente. El mundo del escenario parecería en esencia reproducir las sombras titilantes de las emociones humanas. No es ciertamente imposible estar de acuerdo con aquellos que consideran que el corazón del Nō se encuentra en las obras de la tercera categoría que dan forma a las emociones de las mujeres. A veces parece que estuvieran diciendo que incluso las flores caídas son hermosas.
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La comunicación espiritual entre el escenario y el público, basado en un entendimiento similar del artista y el observador, hace innecesarios, por ejemplo, decorados representando paisajes o edificios. El uso de gestos ínfimos para expresar las perturbaciones de las emociones es también innecesario. Unos pocos pasos sobre las tablas del escenario pueden a veces transportar al actor a cien leguas hacia montañas o costas distantes. El roce de las mangas de un hombre y una mujer como si fueran pétalos indicarán al público al instante que su amor se ha cumplido. Alegrías y tristezas, las emociones provocadas por el florecimiento y caída de las flores, todas son evocadas en la amplitud desoladora del escenario; la técnica de actuación hace que la desnudez misma parezca hablar a través de los siglos al espíritu del teatro contemporáneo. No es necesario tener en cuenta procesos complicados para apreciar el Nō. La idea de que el Nō es un arte clásico que intimida proviene probablemente de la confusión en la mente de los hombres de las últimas generaciones que, acostumbrados a lidiar con temas complejos se encontraban perdidos al enfrentarse a algo simple.
— Ishikawa Jun
Las flores del Nō