Aunque el Otro, que también anda buscándose en el espejo, que está a su vez demandándonos Parlez-moi d’amour, no contesta las cartas, ni remite acuse de recibo y, si lo hace, habla de algo que nada tiene que ver con el contenido de la misiva enviada en ese intento, fallido cada vez, de que nos hablaran de amor o, dicho de otro modo, de que satisficieran nuestra demanda de amor.
Es posible que Lacan no estuviera en lo cierto al decir que una carta llega siempre a su destinatario. A menudo las cartas se evaporan en el trayecto o se evapora por lo menos de ellas lo sobreentendido, lo que, no escrito ni siquiera entre líneas, hubiera debido llegar hasta su legítimo propietario: los besos invisibles de las madrugadas que, en el momento mismo de escribirlas, aromatizaban las páginas.
No se puede hablar de amor — como no se puede hablar de nada relevante. Sin embargo, habría que seguir intentándolo. Buscar las palabras precisas, el lenguaje idóneo para contar aquello que no se puede contar, para decir lo que no se acaba nunca de decir; un lenguaje abierto, cambiante, capaz de transformarse cuantas veces resultara necesario. Un lenguaje que no pretenda nombrar lo innombrable, cuya única aspiración consista en acercarse a la imposibilidad de nombrar, un lenguaje próximo al de la poesía. No acabar de decir las cosas o no decirlas por su nombre, pero seguir perseverando en esa fascinante y sólo a medias satisfactoria maniobra de aproximación. Luchar con el lenguaje cada mañana al levantarse, invocar al lenguaje del sueño, arrancar al silencio palabra por palabra, imponérselas a la vigilia y saber que nunca son las palabras adecuadas o nunca como deberían haberse dicho: ésa es cada vez la misión de los poetas.
— Estrella de Diego
Travesías por la incertidumbre