Desde niño las fotos que más me gustaban eran las de paisaje, que encontraba intercaladas con los mapas geográficos en los Atlas. Me fascinaban especialmente aquellas fotografías donde, sin falta, inmóvil, aparecía un hombre pequeño amenazado por las cataratas del Niagara, por montes, rocas, árboles altísimos y palmeras grandiosas, o sobre el filo de un barranco.
Más tarde encontraría a este hombrecillo en las postales que mostraban plazas más o menos famosas, o encaramado a monumentos históricos, o perdido en el foro de Roma, o bajo la torre de Pisa.
El hombrecillo se encontraba en un estado de continua contemplación del mundo, y su presencia en las imágenes les confería una fascinación especial. No sólo era la unidad de medida de las maravillas representadas, sino que gracias a esta medida humana se recuperaba la sensación de espacio; yo lo veía así y creía que a través de este hombrecillo se podía comprender el mundo y el espacio.
También me gustaba la idea de que el fotógrafo nunca estaba solo en estos espacios, sino que siempre tenía un amigo o un conocido a mano, que viajaría por el mundo con el fotógrafo para descubrirlo y representarlo. Nunca conseguí mirar a ninguno cara a cara, darle una identidad; el hombrecillo permaneció anónimo aunque me acompañara a los lugares más fascinantes y extraños, lugares que observaba, contemplaba y medía.
Cuando más tarde comencé a fotografiar, he continuado mirando las fotografías de paisaje, pero no he vuelto a encontrar al hombrecillo. Los escenarios estupendos, los telones de fondo, los espacios cada vez más desiertos e incomprensibles se sucedían, se desintegraban, se multiplicaban de forma cada vez más vertiginosa. Pero todo esto me parecía inhabitable, o mejor, los lugares se habían disuelto, sólo quedaban espléndidos telones de fondo en blanco y negro o en technicolor, el hombrecillo había desaparecido; se había ido y se había llevado consigo la representación de los paisajes y había dejado su simulacro.
El hombrecillo en el filo del barranco, Luigi Ghirri