Nada en absoluto

No realizo nada en absoluto. Capto lo real, fragmentos de realidad que dispongo en un orden determinado. La fragmentación es imprescindible si no se quiere caer en la representación. Mis películas son pequeños fragmentos hechos de ruidos y silencios pegados los unos a los otros.
— Robert Bresson

La belleza es una magia frustrada

El paso del ídolo a la obra de arte es paralelo al paso del manuscrito a la imprenta, entre los siglos xv y xvi. El íconoclasmo calvinista se desarrolla siguiendo las huellas de Gutenberg y representa la segunda Disputa de las Imágenes del Occidente cristiano. Dirigida a la sola scriptura, es decir, al todo simbólico, por la propagación del libro, la Reforma denuncia las perversiones mágicas o indiciales de la imaginería cristiana (que alcanza en el área germánica, con las estatuas de madera pintada, un grado de ilusionismo asombroso, a principios del siglo XVI). Hay que adorar a Dios, no a su imagen, recalca Lutero, retomando el hito de Tertuliano que acusaba a los paganos de «tomar las piedras por dioses». Erasmo ya había condenado la idolatría pagana oculta en el arte de la Iglesia; y el secretario de Carlos V, Alfonso de Valdés, católico por excelencia, reconocía que el culto de las imágenes de los santos y de la Virgen «desvía de Jesucristo el amor que deberíamos dedicar a Él solo». La Contrarreforma hace que vuelva la imagen, la multiplica, la hincha (con lo que a la postre el protestantismo refuerza aquello que quería debilitar), pero volviendo a un régimen menos peligroso, con un funcionamiento representativo y ya no carismático o catártico de lo visible. Del icono al cuadro, la imagen cambia de signo. De aparición pasa a ser apariencia. De sujeto se convierte en sólo objeto. El reequipamiento visual del mundo católico después del Concilio de Trento se hace con más imágenes pero una menor imagen que antes, como si la Reforma hubiera conseguido al menos esa disminutio capitis. La evidente ganancia de poder por parte del artista como individuo que marca ostensiblemente la entrada en la era del arte —por ejemplo, después del «divino Miguel Ángel», el ennoblecimiento de Tiziano por Carlos V— tiene como reverso una bajada de poder ontológico, una caída en presencia real de sus creaciones. La belleza es una magia frustrada, o rechazada. Como el museo es el receptáculo de las creencias degradables de la cultura, el arte es lo que queda al creyente cuando sus imágenes santas ya no pueden salvarle.

— Regis Debray, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente.

La tiranía de lo cuantificable

Mi tarea estos últimos veinte años o así de vivir por las palabras ha sido la de encontrar o construir un lenguaje para describir las sutilezas, los incalculables, los placeres y los significados — imposibles de categorizar — que se encuentran en el corazón de las cosas. Mi amigo Chip Ward habla de “la tiranía de lo cuantificable”, de la forma en la que lo que puede ser medido toma precedencia sobre lo que no puede serlo: el beneficio privado sobre el bien común; la velocidad y eficiencia sobre el disfrute y la calidad; lo utilitario sobre los misterios y significados más útiles para nuestra supervivencia, y más allá de nuestra supervivencia, para unas vidas que tienen un propósito y un valor que sobrevive más allá de nosotros mismos y hacen que una civilización merezca la pena.

La tiranía de lo cuantificable es en parte la incapacidad del lenguaje y del discurso para describir fenómenos más complejos, sutiles y fluidos, así como la incapacidad de aquellos que forman opiniones y toman decisiones para entender y valorar estas cosas más resbaladizas. Es difícil, a veces imposible, valorar lo que no se puede nombrar o describir, por eso la tarea de nombrar y describir es esencial para cualquier revuelta contra el statu quo del capitalismo y el consumismo. En última instancia, la destrucción de la tierra es debida en parte, quizás en gran parte, a un fracaso de la imaginación, o a que es eclipsada por sistemas de contabilidad que no pueden contar lo que importa. La revuelta contra esta destrucción es una revuelta de la imaginación, a favor de sutilezas, de placeres que el dinero no puede comprar ni las corporaciones controlar, de ser productores en lugar de consumidores de conocimiento, de lo lento, lo disperso, la digresión, la exploración, lo numinoso, lo inseguro.

— Rebecca Solnit, Woolf’s Darkness: Embracing the Inexplicable
New Yorker, 24 de Abril de 2014
(Adaptado de su libro Men Explain Things to Me, publicado por Haymarket Books en 2014)

Pequeña máquina

Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro. Significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan só1o hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un libro só1o existe gracias al afuera y en el exterior. Puesto que un libro es una pequeña máquina, ¿qué relación, a su vez mesurable, mantiene esa máquina literaria con una máquina de guerra, una máquina de amor, una máquina revolucionaria, etc…, y con una máquina abstracta que las genera? A menudo, se nos ha reprochado que recurramos a literatos. Pero cuando se escribe, lo único verdaderamentc importante es saber con qué otra máquina la máquina literaria puede ser conectada, y debe serlo para que funcione. Kleist y una loca máquina de guerra, Kafka y una máquina burocrática increíble…(¿y si después de todo se deviniese animal o vegetal gracias a la literatura —que no es lo mismo que literariamente—, acaso no se deviene animal antes que nada por la voz?)

—Gilles Deleuze y Félix Guattari, Capitalismo y esquizofrenia,

Cenizas

No se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por lo tanto no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas. Las imágenes forman parte de lo que los pobres mortales se inventan para registrar sus temblores (de deseo o de temor) y sus propias consumaciones. Por lo tanto es absurdo, desde un punto de vista antropológico, oponer las imágenes y las palabras, los libros de imágenes y los libros a secas. Todos juntos forman, para cada uno, un tesoro o una tumba de la memoria, ya sea ese tesoro un simple copo de nieve o esa memoria esté trazada sobre la arena antes de que una ola la disuelva. Sabemos que cada memoria está siempre amenazada por el olvido, cada tesoro amenazado por el pillaje, cada tumba amenazada por la profanación. Así pues, cada vez que abrimos un libro –poco importa que sea el Génesis o Los ciento veinte días de Sodoma–, quizás deberíamos reservarnos unos minutos para pensar en las condiciones que han hecho posible el simple milagro de que ese texto esté ahí, delante de nosotros, que haya llegado hasta nosotros. Hay tantos obstáculos. Se han quemado tantos libros y tantas bibliotecas. Y, así mismo, cada vez que posamos nuestra mirada sobre una imagen, deberíamos pensar en las condiciones que han impedido su destrucción, su desaparición. Es tan fácil, ha sido siempre tan habitual el destruir imágenes.

Georges Didi-Huberman, Cuando las imagenes tocan lo real

Vanguardia y destrucción

Un buen ejemplo de la actitud anti-nostálgica de Malevich se puede encontrar en su breve pero importante texto «Sobre el museo», de 1919. En ese momento, el nuevo gobierno soviético temía que los antiguos museos rusos y las colecciones de arte fueran destruidos por la guerra civil y el colapso general de las instituciones y la economía. El partido comunista respondió tratando de asegurar y proteger estas colecciones. En este texto, Malevich protesta contra esta política pro-museo que viene del poder soviético y le pide al Estado que no intervenga a favor de las viejas colecciones de arte porque su destrucción podría abrir el camino hacia un arte verdadero y vital. Escribió puntualmente:

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