Azul como piedras

Dos cosas chocan antes que nada: que toda intuición tiene sus advenedizos que, apenas se han apoderado de ella, la proclaman a los cuatro vientos, y luego, que tales intuiciones no son quizá de las que produzcan un arte muy consciente. ¡Como si esos maestros del Louvre no hubieran sabido ya que el color es lo que hace la pintura! Me he mirado bien los venecianos: son de un color indescriptiblemente consecuente; se percibe hasta donde llega esto en Tintoretto. Quizá más lejos aún que en Tiziano. Y esto hasta el siglo XVIII, cuando no falta más que el empleo del negro para llegar a la escala de Manet. Guardi por lo demás lo tiene: era inevitable ponerlo en medio de la luz, desde que las leyes contra lo suntuario impusieron las góndolas negras. Pero lo emplea más como espejo oscuro que como color; Manet es el primero en concederle los mismos derechos que a los demás colores, en todo caso incitado a hacerlo por los japoneses. Contemporánea a Guardi y Tiépolo pintaba también una mujer, una veneciana recibida en todas las cortes y cuya fama fue una de las más celebradas de su época: Rosalba Carriera. Watteau la conocía; intercambiaron algunas dibujos al pastel, tal vez sus retratos, y se tenían ambos tierno afecto. Viajó mucho, pintó en Viena y en Dresde se conservan todavía ciento cincuenta obras suyas. En el Louvre hay tres retratos. Una joven dama, cuyo rostro se yergue sobre un cuello enhiesto e ingenuamente se vuelve hacia el espectador, sostiene delante de su vestido de encaje escotado un pequeño mono capuchino de ojos claros, que en el margen inferior del cuadro mira con la misma ansiedad que la señora, aunque algo más indiferente. Su oscura, pérfida manita agarra la de la dama y asiendo uno de sus sutiles dedos, la atrae, tan delicada, tan distraída, al interior del cuadro. Esto está tan pleno de un tiempo, que lo dice todo de él. Y está pintado con gracia, con ligereza, pero auténticamente pintado. Hay también en el cuadro un manto azul y una rama de alhelí malva pálido, que curiosamente sirve de broche al vestido. Y el azul me recuerda que es aquel particular azul del siglo XVIII, el que se encuenra en todas partes, en La Tour, en Peronnet, y que aún sigue siendo elegante en Chardin, aunque allí, en la visera de su singular gorra (en el autorretrato de los anteojos de carey), se aplique más implacablemente. (Cabría imaginar que alguien escribiera una monografía sobre el azul; desde el azul denso de Pompeya, hasta Chardin o incluso hasta Cézanne: ¡qué biografía!) Porque el particularísimo azul de Cézanne tiene ese origen. Se deriva del azul del siglo XVIII que Chardin despojó de su pretenciosidad, que solo en Cézanne no conlleva ya un significado colateral. En esto hace Chardin de mediador; sus frutas ya no piensan en banquetes, están esparcidas sobre la mesa y no presumen de ser comidas con elegancia. Con Cézanne pierden todo su carácter comestible, tan realmente se han transformado en cosas, hasta tal punto las hace indestructibles su pertinaz presencia. Cuando se miran los autorretratos de Chardin, se imagina uno que debió ser un viejo chiflado. En qué extremo y qué dolorosamente lo fue Cézanne, quizá mañana te lo cuente. Sé algunas cosas sobre sus últimos años, cuando iba viejo y raído, y los chiquillos corrían detrás de él cuando se encaminaba diariamente el taller, arrojándole piedras como a un perro. A pesar de ello, de vez en cuando era capaz de soltarle a uno de sus raros visitantes algo espléndido. Puedes imaginártelo tú misma. Adiós… ; esto es todo por hoy.

Cartas sobre Cézanne, Rainer Maria Rilke, escrita el 8 de octubre de 1907 en la rue Cassette 29, Paris VI.

1 comentario en “Azul como piedras”

  1. Me recuerda un cuadro de Ilia Kabakov de 1970 titulado El Mar en el que sobre un fondo azul plano hay cuatro pequeños textos escritos en las esquinas: «Inna Segueievna Trópina: Esto es un lago», «Sergei Mijáilovich Lievshuk: Esto es el aire fresco», «Nikolái Adámovich Boriev: Esto es el mar» y «Lidia Borísovna Sej: Esto es el cielo».

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