El arte es un ejercicio de traslación, de traducción; siempre versión, nunca original, enseña a los hombres de un lugar su falta de originalidad y, además, tiene una función primaria: les permite no ser originales, tomar distancias con respecto a su lugar. Del campo de concentración de Westerbork, en Holanda, salieron, durante la Segunda Guerra Mundial, 93 trenes, cada uno de ellos con unos mil deportados, trenes que hacían el trayecto hasta Auschwitz en cuatro días y tardaban otros cuatro en regresar para recoger una nueva carga. Al cabo de unos cuantos viajes, un ayudante de la enfermería del campo holandés se dio cuenta de que siempre eran los mismos trenes los que hacían el transporte. A partir de ese momento, los deportados dejaron mensajes ocultos en los vagones, mensajes que volvían en los trenes vacíos y que avisan a sus sucesores de que debían llevar víveres, agua y todo lo necesario para sobrevivir. Pero no quedaron supervivientes de los primeros viajes, de aquellos en que los deportados no estaban sobre aviso y habían partido a ciegas, en la creencia infundada de que los verdugos les proveerían automáticamente de lo preciso para subvenir a las necesidades más elementales de un viaje de cuatro días. Ellos no pudieron siquiera dejar una nota. Las obras de arte se parecen a esas notas: están siempre en lugares de tránsito, frecuentados por viajeros que, como los deportados de esta historia, no son ya de ningún lugar, están en paradero desconocido, en el no lugar, vienen de un lugar que no es ninguno (¿o es que acaso un campo de concentración es algún lugar?) y, aunque ellos no lo saben, van a otro sitio que tampoco es un lugar; los artistas no son mejores que ellos, tienen su mismo origen y su mismo destino (o sea, ninguno), simplemente hicieron el viaje primero y dejaron esas inscripciones para que quienes les sucedieran pudieran vivir algo que, de otro modo, resultaría insufrible, les dejaron esas instrucciones para sobrevivir al no lugar, para hacer mínimamente habitable lo esencialmente inhóspito, para inventar un modo de vivir allí donde no se puede vivir. Por eso digo que les permitieron sobrevivir al permitirles no ser originales: les enseñaron que su dolor, su falta de refugio, no era el primero, que no era original sino repetido, que ya había otros hombres que lo habían padecido y que ahora ellos, los nuevos viajeros, podían mirarse en esas notas como en un espejo en el cual llegar a sentir su propio dolor que, entonces, se convertiría en un dolor común, compartido. Eso — las notas de los trenes con destino a Auschwitz, las obras de arte — no libra a nadie de su dolor (porque, dicho sea de paso, no hay cosa en el mundo que pudiera librarnos del dolor), simplemente permite vivirlo, permite alentar, seguir respirando a pesar de la desolación, la muerte, la mezquindad y la estupidez y en medio de ellas. Puede que esas notas parezcan muy poca cosa, casi nada. Pero son literalmente vitales para quienes estamos en ese tren o sabemos que algún día habremos de hacer ese viaje.
— José Luis Pardo, Estética y nihilismo. Ensayo sobre la falta de lugares