Mi tarea estos últimos veinte años o así de vivir por las palabras ha sido la de encontrar o construir un lenguaje para describir las sutilezas, los incalculables, los placeres y los significados — imposibles de categorizar — que se encuentran en el corazón de las cosas. Mi amigo Chip Ward habla de “la tiranía de lo cuantificable”, de la forma en la que lo que puede ser medido toma precedencia sobre lo que no puede serlo: el beneficio privado sobre el bien común; la velocidad y eficiencia sobre el disfrute y la calidad; lo utilitario sobre los misterios y significados más útiles para nuestra supervivencia, y más allá de nuestra supervivencia, para unas vidas que tienen un propósito y un valor que sobrevive más allá de nosotros mismos y hacen que una civilización merezca la pena.
La tiranía de lo cuantificable es en parte la incapacidad del lenguaje y del discurso para describir fenómenos más complejos, sutiles y fluidos, así como la incapacidad de aquellos que forman opiniones y toman decisiones para entender y valorar estas cosas más resbaladizas. Es difícil, a veces imposible, valorar lo que no se puede nombrar o describir, por eso la tarea de nombrar y describir es esencial para cualquier revuelta contra el statu quo del capitalismo y el consumismo. En última instancia, la destrucción de la tierra es debida en parte, quizás en gran parte, a un fracaso de la imaginación, o a que es eclipsada por sistemas de contabilidad que no pueden contar lo que importa. La revuelta contra esta destrucción es una revuelta de la imaginación, a favor de sutilezas, de placeres que el dinero no puede comprar ni las corporaciones controlar, de ser productores en lugar de consumidores de conocimiento, de lo lento, lo disperso, la digresión, la exploración, lo numinoso, lo inseguro.
— Rebecca Solnit, Woolf’s Darkness: Embracing the Inexplicable
New Yorker, 24 de Abril de 2014
(Adaptado de su libro Men Explain Things to Me, publicado por Haymarket Books en 2014)