Llámalo amor

Martes.– Hemos estado inspeccionando nuestras propiedades. La nueva criatura las llama «Jardín del Edén». ¿Por qué?… Lo ignoro. Debe ser por mero capricho o por tontería declarada. Observo que desde que andamos juntos, jamás puedo llamar a una cosa como me plazca. La nueva criatura pone nombre a todo lo que ve, sin importarle un pito mis protestas.  Lo más gracioso es que siempre tiene la misma justificación para hacerlo: que la cosa parece lo que a ella, la nueva criatura, se le antoja llamarlo. Por ejemplo, el avestruz. Dice ella, apenas ve uno de esos animales, que parece un avestruz. El pobre animalito tendrá, pues, que quedarse con ese nombre. A mí me disgusta disputar por cosas insignificantes, y de ahí que la deje llamar las cosas como le dé la gana. ¡Avestruz!… La verdad es que se parece tanto ese bicho a un avestruz como a mí.

Mark Twain, Diario de Adán recogido en Cuentos humorísticos

Cada palabra siempre está por decir

El estereotipo es la palabra repetida fuera de toda magia, de todo entusiasmo, como si fuese natural, como si por milagro esa palabra que se repite fuese adecuada en cada momento por razones diferentes, como si imitar pudiese no ser sentido como una imitación: palabra sin vergüenza que pretende la consistencia pero ignora su propia existencia. Nietzsche ha hecho notar que la “verdad” no era más que la solidificación de antiguas metáforas. En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la “verdad”, el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva, del significado.

El placer del texto, Roland Barthes

Un buen amante

Un buen amante se conducirá con elegancia tanto en la oscuridad como en cualquier otro momento.  Se deslizará de la cama con una mirada de consternación.  Cuando la mujer le suplique: «Vete, amigo, está aclarando.  Nadie debe verte aquí», él lanzará un hondo suspiro revelador de que la noche no ha sido suficientemente larga y que abandonar a su dama lo hace sufrir.  Ya de pie, no se vestirá de inmediato, sino que acercándose a su amada le susurrará todo lo que ha quedado sin decir durante la noche.  Incluso ya vestido, se demorará ajustándose el cinturón con gestos lánguidos. Luego levantará la celosía y permanecerá con su dama de pie junto a la puerta, diciendo cuánto lamenta la llegada del día que los apartará, y huirá.  Verlo partir en ese momento será para ella uno de sus más deliciosos recuerdos.

— Sei Shōnagon, El libro de la almohada (枕草子 makura no sōshi), c. 1000.

Ya lo hemos visto todo

Si, como la pintura, la fotografía pone el mundo ante un espejo, es un espejo que siempre ha estado roto. Las fotografías no son nada más que fragmentos. El muro de una prisión, un cazador orgulloso con el venado que ha cazado, un bebé, una estrella amarilla cosida en una chaqueta, una vista aérea de una pareja haciendo el amor en un paisaje llano, un primer plano de un minero de Silesia tiznado, un granjero fumando: nos puede parecer que las fotografías capturan un mundo entero pero son siempre fragmentos y figuraciones por muy icónicas que sean. Y si, como las prostitutas sonrientes de algunas fotos de Brassaï, nos parece que ya lo hemos visto todo, ¿cómo es que nunca estamos satisfechos, y siempre queremos volver a mirar? ¿Qué más esperamos ver?

— Adrian Searle, Out of sight, The Guardian, 24 de Octubre de 2006

Maestro, ¿debo dejarlo todo?

–Creí que por sus teorías usted desaprobaba que un escritor se casara.
–Sin duda, sin duda. Pero ¿no me llamará a mí escritor?
–Debería darle vergüenza– dijo Paul.
–¿Vergüenza de volverme a casar?
–No diré eso…, sino vergüenza de sus razones.
–Debe dejar que las juzgue yo, amigo mío.
–Sí, ¿por qué no? Usted juzgó admirablemente las mías.
El tono de esas palabras pareció de repente sugerirle lo insospechado a St. George. Se quedó mirando como si leyera en ellas una amargura.
–¿No cree que he jugado limpio?

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Solo una

Intuyo que los fotógrafos trabajan influidos, entre otros cosas, por los costes de sus proyectos. En los 70, cuando empecé fotografiar en color en 8×10 (pulgadas), me gastaba 15 dólares cada vez que hacía una fotografía (película, procesado y una prueba de contacto). Las consideraciones económicas me llevaron a realizar una sola fotografía de cada sujeto. A pesar de esto, sabía que no podía economizar haciendo solo una fotografía que pudiera considerarse buena. Eso me habría conducido a realizar un trabajo aburrido con imágenes que sabía que funcionarían. Pero yo sí decidía qué quería fotografiar y cómo quería estructurar la imagen. Esto fue una poderosa experiencia educativa. Empecé a aprender lo que quería realmente.

El mundo digital está en las antípodas del trabajo con película de  8×10. Veo este mundo como si fuera un fenómeno de dos caras. El hecho de que las “fotografías” sean gratis permite que se trabaje con una mayor espontaneidad. Cuando veo, todavía hoy, a gente fotografiando en analógico veo dudas e indecisiones en su proceso de trabajo. No veo esto en el mundo digital. Parece que existe una mayor libertad y una menor moderación. Veo en esto una analogía en cómo afecta el uso de un  procesador de textos a la escritura: puedes poner todo lo que se te pase por la cabeza por escrito, incluso pensamientos tangenciales, con un mínimo de autocensura, sabiendo que, escribas lo que escribas, siempre lo podrás editar más tarde. La otra cara de esta falta de moderación es que no se discrimina. Y en esto existe una tautología: como uno considera menor el valor de cada una de sus imágenes, uno produce menos imágenes verdaderamente considerables.

Stephen Shore

Incompletitud

Quiero hacer fotos que permanezcan incompletas.  No quiero que pierdan su realidad, presencia, velocidad, calor o humedad.  Por tanto, me paro y disparo antes de que se vuelvan refinadas o sofisticadas.  Si está incompleta entonces la fotografía puede poseer el pasado y evocar el futuro.  Siempre se están moviendo.  Cuando veo una fotografía que está completa me siento como si estuviera atrapado en un ataúd.

Nobuyoshi Araki

Debajo de las piezas hay una mano

Al principio el arte del puzzle parece un arte breve, un arte de poca entidad, contenido todo él en una elemental enseñanza de la «Gestalttheorie»: el objeto considerado –ya se trate de un acto de percepción, un aprendizaje, un sistema fisiológico o, en el caso que nos ocupa, un puzzle de madera– no es una suma de elementos que haya que aislar y analizar primero, sino un conjunto, es decir una forma, una estructura: el elemento no preexiste al conjunto, no es ni más inmediato ni más antiguo, no son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos: el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen: esto significa que podemos estar mirando una pieza de un puzzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y color, sin haber progresado lo más mínimo: solo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras y, en este sentido, hay algo común entre el arte del puzzle y el arte del go: solo las piezas que se han juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan solo una pregunta imposible, reto opaco; pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores, o en medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra puzzle –enigma– expresa tan bien en inglés, no solo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya son solo una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera.

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